
Qué poco tiempo me diste para acostumbrarme a esta ciudad que construiste con tus manos y que no reconoce mi huella, porque traen la tuya impregnada por todas partes.
Tan desconocida te resultó mi anatomía, que por siglos ahí depositaste todos los males. Las dudas y los miedos de generaciones de guerreros
que se escribieron invencibles en sus épicas interminables
pero que por las noches regresaron, como niños asustados, a las manos pacientes de las madres a los pechos cálidos de las prostitutas. No hubo lugar en sus letanías para escribir de las otras guerras, las que se gestaron en la intimidad de una alcoba, en la penumbra de una cocina, cada vez que el ego del guerrero se sintió amenazado.
Entonces fuimos sirenas, nínfulas, demonios, anzuelos.
Un agujero negro y sangrante camaleón a caballo siempre entre la musa, la bruja
la virgen y la puta.
Será por eso, tal vez, que aún no comprendes
esta erupción de la tierra
que sale de ella y me penetra me cruza como prócer libertina y atraviesa mi carne como una bendición.
Porque si cierro los ojos, puedo escuchar como la tierra rechina al girar sobre su eje. A veces siento que gira dentro de mí desde el principio de los tiempos.
A veces siento también que he estado aquí antes que tú.
Lo adivino cada vez que la luna retumba e impone su humor en mi cuerpo.
Me abro me cierro mi carne respira como la branquias de un tiburón
blanco y gigante que desde tu barco pensaste espuma.